“(…) está el hecho de que la pregunta por el ser humano, por su identidad, por las raíces de la misma, por la base sobre la que están construidas dichas raíces, etc, recibe respuestas que entre sí se contradicen y que conducen a la conciencia de todos a una confusión permanente” (R. Guardini, Ética. Lecciones en la universidad de Munich, BAC, Madrid, 2000, 784)
La segunda
dialéctica del malestar, es decir, volumen
del saber antropológico y desconocimiento de la esencia humana, es a mi parecer
una de las ideas claves del pensamiento de Romano Guardini. Se trata de
constatar por un lado que en la Edad Moderna las distintas ciencias han
aportado un enorme saber sobre el hombre, y por otro lado y en contraposición, subrayar el hecho de que seguimos
sin saber responder de manera unitaria a la pregunta ¿qué es el hombre? En el
ensayo Quien sabe de Dios conoce al
hombre, después de esbozar hasta seis concepciones que la historia de la
filosofía moderna nos ha dejado sobre el ser humano Romano Guardini escribe:
“(...) Estas concepciones que acabamos de esbozar constituyen sólo una porción de las que han aparecido a lo largo de la historia de la autocomprensión del hombre; en realidad hay muchas más. Pero estas seis son suficientes para plantear la cuestión que ante esa historia surge ante nosotros: ¿Cómo es posible que cada una de estas imágenes se oponga siempre a otra? El hombre no es ciertamente nada que se proyecte en la inalcanzable lejanía del espacio interplanetario o del tiempo universal. Está ciertamente ahí, sin más. ¡Es lo sencillamente cercano, a saber, nosotros mismos! ¿Cómo es posible, pues, que al hablar de él aparezca esa enormidad de contradicciones, y no precisamente entre personas ignorantes y carentes de formación, sino entre espíritus más poderosos; no entre incautos soñadores, sino entre quienes intercambian sus conocimientos y pueden ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad?(...) Parece que lo que realmente sucede es que no sabemos quién es el hombre, lo que significaría que tampoco sabemos quiénes somos nosotros.” (R. Guardini, Quien sabe de Dios conoce al hombre, PPC, Madrid, 1995, 150).
Este desconocimiento acerca de la esencia del hombre a pesar del
avance de las ciencias humanas aparece también en El ocaso de la Edad Moderna: “Ahí está, en primera línea el hecho, cada vez más
destacado, de que la cultura de la Edad Moderna –ciencia, filosofía, pedagogía,
sociología, literatura- ha tenido una visión falsa del hombre; no sólo en
ciertos detalles, sino en su apreciación fundamental y, por consiguiente, en su
totalidad” (R. Guardini, El Ocaso de la
Edad Moderna, en Obras Vol. 1, Cristiandad,
Madrid, 1980, 91). Conviene leer las páginas que siguen al texto que acabamos
de citar como también las que nuestro autor dedica sobre este tema en su Ética donde subraya la falta de unidad
de los diversos saberes acerca del hombre: “El hecho de que ese saber carezca
de unidad, dado que las diversas disciplinas trabajan siempre a partir de los
propios postulados y, aunque obviamente se refieran unas a otras, ejerzan la
crítica recíproca, y valoren multilateralmente las perspectivas aportaciones,
sin embargo de todo ello no se desprende un enfoque holístico o totalizante”
(R. Guardini, Ética. Lecciones en la
universidad de Munich, 779).
Es curioso, como ha hecho notar Carlos Alberto Sampedro en este mismo blog,
la sintonía entre estas ideas de Guardini y la primera encíclica del papa Juan
Pablo II, Redemptor Hominis. Porque
nuestro autor no pone otra solución en relación al enigma del hombre que
acercase a Dios y desde él intentar comprenderse, prueba de ello es el ensayo
apenas citado que lleva el título Quien
sabe de Dios conoce al hombre. Y precisamente ese
es el núcleo de la primera encíclica del Papa Wojtyla, con la que terminamos
esta entrada: “El hombre que quiere comprenderse
hasta el fondo a sí mismo —no solamente según criterios y medidas del propio
ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes— debe, con
su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su
vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él
con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la
Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo” (Juan Pablo II, Redemptor Hominis, nº 10)
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