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viernes, 20 de enero de 2017

Las dialécticas del malestar (II)



“(…) está el hecho de que la pregunta por el ser humano, por su identidad, por las raíces de la misma, por la base sobre la que están construidas dichas raíces, etc, recibe respuestas que entre sí se contradicen y que conducen a la conciencia de todos a una confusión permanente” (R. Guardini, Ética. Lecciones en la universidad de Munich, BAC, Madrid, 2000, 784)

La segunda dialéctica del malestar, es decir,  volumen del saber antropológico y desconocimiento de la esencia humana, es a mi parecer una de las ideas claves del pensamiento de Romano Guardini. Se trata de constatar por un lado que en la Edad Moderna las distintas ciencias han aportado un enorme saber sobre el hombre, y por otro lado y en contraposición, subrayar el hecho de que seguimos sin saber responder de manera unitaria a la pregunta ¿qué es el hombre? En el ensayo Quien sabe de Dios conoce al hombre, después de esbozar hasta seis concepciones que la historia de la filosofía moderna nos ha dejado sobre el ser humano Romano Guardini escribe:  

“(...) Estas concepciones que acabamos de esbozar constituyen sólo una porción de las que han aparecido a lo largo de la historia de la autocomprensión del hombre; en realidad hay muchas más. Pero estas seis son suficientes para plantear la cuestión que ante esa historia surge ante nosotros: ¿Cómo es posible que cada una de estas imágenes se oponga siempre a otra? El hombre no es ciertamente nada que se proyecte en la inalcanzable lejanía del espacio interplanetario o del tiempo universal. Está ciertamente ahí, sin más. ¡Es lo sencillamente cercano, a saber, nosotros mismos! ¿Cómo es posible, pues, que al hablar de él aparezca esa enormidad de contradicciones, y no precisamente entre personas ignorantes y carentes de formación, sino entre espíritus más poderosos; no entre incautos soñadores, sino entre quienes intercambian sus conocimientos y pueden ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad?(...) Parece que lo que realmente sucede es que no sabemos quién es el hombre, lo que significaría que tampoco sabemos quiénes somos nosotros.” (R. Guardini, Quien sabe de Dios conoce al hombre, PPC, Madrid, 1995, 150).

Este desconocimiento acerca de la esencia del hombre a pesar del avance de las ciencias humanas aparece también en El ocaso de la Edad Moderna: “Ahí está, en primera línea el hecho, cada vez más destacado, de que la cultura de la Edad Moderna –ciencia, filosofía, pedagogía, sociología, literatura- ha tenido una visión falsa del hombre; no sólo en ciertos detalles, sino en su apreciación fundamental y, por consiguiente, en su totalidad” (R. Guardini, El Ocaso de la Edad Moderna,  en Obras Vol. 1, Cristiandad, Madrid, 1980, 91). Conviene leer las páginas que siguen al texto que acabamos de citar como también las que nuestro autor dedica sobre este tema en su Ética donde subraya la falta de unidad de los diversos saberes acerca del hombre: “El hecho de que ese saber carezca de unidad, dado que las diversas disciplinas trabajan siempre a partir de los propios postulados y, aunque obviamente se refieran unas a otras, ejerzan la crítica recíproca, y valoren multilateralmente las perspectivas aportaciones, sin embargo de todo ello no se desprende un enfoque holístico o totalizante” (R. Guardini, Ética. Lecciones en la universidad de Munich, 779). 

 
Es curioso, como ha hecho notar Carlos Alberto Sampedro en este mismo blog, la sintonía entre estas ideas de Guardini y la primera encíclica del papa Juan Pablo II, Redemptor Hominis. Porque nuestro autor no pone otra solución en relación al enigma del hombre que acercase a Dios y desde él intentar comprenderse, prueba de ello es el ensayo apenas citado que lleva el título Quien sabe de Dios conoce al hombre.  Y precisamente ese es el núcleo de la primera encíclica del Papa Wojtyla, con la que terminamos esta entrada: “El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes— debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo” (Juan Pablo II, Redemptor Hominis, nº 10)

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