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lunes, 22 de julio de 2013

El hombre y la técnica III: una ética del poder


“El hombre de la Edad Moderna opina que todo incremento del poder constituye sin más un progreso, un aumento de seguridad, de utilidad de bienestar, de energía vital, de plenitud de valores. (...) Ahora bien, un análisis más riguroso pone de manifiesto que en el transcurso de la Edad Moderna el poder sobre lo existente, tanto cosas como hombres, crece ciertamente en proporciones cada vez más gigantescas, en tanto que el sentimiento de responsabilidad, la pureza de la conciencia, la fortaleza del carácter, no van en absoluto al compás de ese incremento; pone de manifiesto que el hombre moderno no está preparado para utilizar el poder con acierto; más aun que en gran medida incluso falta la conciencia del problema, o bien se limita a ciertos peligros externos, como los han hecho su aparición en la guerra y son discutidos por los medios de comunicación.” (El ocaso de la Edad Moderna, en Obras. Vol. 1, Ediciones Cristiandad, Madrid 1981,94)
El texto que acabamos de leer nos expone claramente el problema que hoy quisiéramos abordar. El hombre, lo vimos la semana pasada, está llamando al ejercicio del poder, pero no de una manera autónoma e independiente, sino en un marco de referencia ético que lo norme y que lo guíe, en definitiva, que lo humanice. Este marco ético falta en el ámbito de las ciencias émpíricas y de la técnica que de éstas surge. DE ahí que se identifique espontáneamente todo avance o posibilidad técnica y científica como progreso humano, lo cual es cuestionable. Pero lo más grave es que no hay conciencia del problema. Todo el mundo sueña y cree que sería capaz de usar el poder que le fuera otorgado de una manera correcta y ordenada. Sin embargo, el hombre moderno, no está preparado para ello. Es como un adolescente que ha heredado una inmensa fortuna. ¿Qué uso le dará?  Es un hecho que llama especialmente la atención, porque en otras épocas de la historia no fue así:
 “La Antigüedad era muy consciente de este peligro. Veía la grandeza del hombre; pero también sabía que éste es muy vulnerable en todo su poder, y que su existencia depende de que sepa conservar la mesura y el equilibro. Para Platón, el tirano, es decir, el poseedor del poder que no está ligado por la veneración de los dioses y el respeto a la ley, constituyen una figura de perdición. La Edad Moderna ha ido olvidado cada vez más este saber. Lo que ocurre en ella –el hecho de que se niegue toda norma que esté por encima del hombre, se considere el poder como autónomo, se determine su empleo únicamente por la ventaja política y la utilidad económica y técnica- es algo que carece de precedentes en la historia.” (El poder una interpretación teológica, en Obras. Vol.1 Ediciones Cristiandad, Madrid, 1981, 224).
 ¿Cómo  encauzar esta sitaución? Nuestro autor ofrece tres pautas. En primer lugar el hombre, ante todo, debe tener dominio de sí mismo para luego poder tener dominio sobre las cosas. Es decir, habría que retomar el camino de la ascética
 “(...) debemos volver a aprender que el dominio sobre el mundo presupone el domino sobre nosotros mismos; pues, ¿cómo podrán dominar los hombres la inmensa cantidad de poder de que disponen, y que aumenta constantemente, si no son capaces de formarse a sí mismos? ¿Cómo pueden tomar decisiones políticas o culturales, si fracasan continuamente con respecto a sí mismos? (...) La ascética significa que el hombre se domina a sí mismo. Para ello necesita conocer lo que en su propio interior es injusto, atacarlo de manera efectiva. Tiene que ordenar sus instintos físicos y espirituales, lo cual no es posible sin dominarse a sí mismo" (El poder una interpretación teológica, 255-256)
 En segundo lugar debemos volver a la metafísica, es decir, a una reflexión profunda sobre lo que son las cosas y el sentido que tienen en la existencia humana, para ejercer sobre ellas un uso adecuado y no un abuso desmesurado: “(...) debemos plantear de nuevo la pregunta elemental por la esencia de las cosas. Un examen superficial nos muestra ya que las tomamos de una manera esquemática, determinándolas por convenciones y manejándolas desde los superficiales puntos de vista de la ventaja, la comodidad o el ahorro de tiempo” (El poder una interpretación teológica, 255). Especialmente, esta reflexión metafísica hay que dirigirla sobre la persona misma: ¿qué es ser persona? ¿qué implicaciones tiene? ¿dónde se funda su dignidad? 

En tercer y último lugar debemos imitar la actitud de Dios en relación al poder. ¿Cómo se comporta el Todopoderoso en el ejercicio de su poder? ¿Qué actitud le carcteriza? La humilidad y el servicio. El poder para el cristiano es la posibilidad de servir más y mejor y no la ocasión de dominio y subyugación. El primero es siempre el último. Eso es lo que vemos en el hecho mismo de la Encarnación y en la vida de Jesús de Nazareth: “Si se examina la situación en la que Jesús vivió, la manera como se desarrolló su actividad y se configuro su destino, su forma de tratar con los hombres, el espíritu de sus actos, de sus palabras y de su actitud, se ve cómo el poder se presenta constantemente bajo la forma de la humildad" (El poder una interpretación teológica, 192).




 

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