En las meditaciones sobre la vida y la persona de Jesús que están recogidas en el libro El Señor (Cristiandad, Madrid, 2002), hay una idea que siempre me ha llamado la atención. No la he visto recogida en otros autores cristianos aunque supongo que alguien más hablará de ello. Se trata del hecho de dar por sentado que en la vida de Jesús de Nazareth, sobre todo, el rechazo a su mensaje y el desenlace trágico de su muerte, tuvieron necesariamente que ocurrir así. Concretamente Guardini dice:
"Estamos acostumbrados considerar la vida de Jesús como perfectamente determinada. Pensamos que por el hecho de haber sido de ese modo, tuvo que ser necesariamente así. Lo vemos todo desde el desenlace, y lo configuramos desde esa perspectiva. El hecho de la redención nos parece único y tan absoluto, que olvidamos lo tremendo que fue el modo en que se llevó a cabo, y que ni ante Dios ni ante los hombres tenía que haber sido así. Hemos perdido por completo la sensibilidad que tenía la Edad Media con su horror al deicidio. Tenemos que sacudirnos el polvo de la costumbre y dejarnos imbuir de lo terrible que debió ser aquello. ¡Qué corazones tan endurecidos! ¡Qué aceptación tan miserable!" (El Señor, 141-142).
Nos parece normal que el Señor viniera a los suyos y los suyos no le recibieran. Pero Israel pudo haber acogido el mensaje del Señor. De esa posibilidad también hablan los profetas. Guardini en el libro que hoy estamos comentando refiere a Isaías, concretamente al pasaje de Is 11, 6-9 (Habitará el lobo con el cordero, etc.) y los versículos que le preceden. No sabemos lo que podría haber ocurrido si el mensaje del Señor hubiese sido acogido y el Reino se hubiera establecido. La Redención se hubiese dado pero quizás no en la forma como se dio. Guardini subraya que en los inicios de la predicación de Jesús nada estaba determinado. Al comienzo todo es promesa y esperanza en el mensaje y en la persona de Jesús. Los primeros capítulos de los Evangelios no determinan ni predicen el desenlace final de la cruz. La llegada del Reino puede darse si el hombre, el pueblo, las autoridades, etc., acogen su mensaje de salvación. En las palabras y hechos de Jesús esto se trasluce. Escribe Guardini "¡Quién hubiera podido ver al Señor en aquel tiempo de plenitud recién estrenada! ¡Qué debió de ocurrir cuando Jesús ofreció a los hombres ese acervo de santidad! ¡Cómo debió de tocar su corazón..., cómo tuvo que susurrarles al oído..., cómo debió atraerlos y arrastrarlos tras de sí!" (El Señor, 77)
Pero progresivamente Jesús de Nazareth va constatando la incomprensión, el rechazo y el endurecimiento del corazón de quienes le escuchan e incluso de lo más cercanos. Hasta que decide subir a Jerusalén, muy consciente de lo que allí debería suceder. Pero, recordemos, la historia podría haber sido otra. La estructura del volumen El Señor sobre el que hoy nos estamos deteniendo viene determinada por esta idea. Una primera parte sobre el misterio de la encarnación e infancia del Señor. La segunda parte sobre el inicio de la predicación, cuando todo era aún promesa. La tercera parte titulada LA DECISIÓN, donde el pueblo que debería acoger el mensaje del Reino lo rechaza. La cuarta lleva el nombre de CAMINO DE JERUSALÉN. Aquí la suerte está ya echada. Véase el inicio de la cuarta parte donde se hace un repaso del camino seguido hasta el momento y donde nuestro autor deja muy clara está idea (Cfr. El Señor, 273). O mejor aún, el capítulo titulado VOLUNTAD Y DECISIÓN (Cfr. El Señor, 260 y siguientes).
El Cristo de Velázquez |
Pero sobre todo debemos meditar en qué medida hemos acogido cada uno de nosotros el mensaje del Evangelio. En nuestra persona también están abiertas ambas posibilidades. Como escribe Guardini, "A partir de ahora, la posibilidad de que llegue y el grado de penetración que se le consiente dependerán de las decisiones de cada individuo, de cada pequeña comunidad y de cada época de la historia" (El Señor, 264). Debemos, pues, estar atentos, pues conociendo nuestro pecado, nuestra debilidad, la naturaleza misma del hombre y su historia "Tenemos, pues, motivos sobrados para temer que pueda repetirse entre nosotros lo que sucedió entonces, el segundo pecado original, o sea, que nos cerremos ante Dios" (El Señor,143).
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